5 de abril de 2014

De pedires a pedires

Me sucedió algo inevitable: se me acabó el dinero. Aunque no es preciso, sí es muy cierto que no traía más que treinta pesos en el bolsillo y para sacar del cajero habían unos treinta disponibles (cantidad que no pude tener porque los cajeros no suelen dan billetes de 20). Lo demás lo tenía en una cuenta de paypal, que para pasar a la del banco faltaría esperar unos seis días hábiles. Y el otro demás era dinero por pagarse pero que aún no era mío. Total: se me acabó el dinero pero eso no es lo peor: se me acabó el dinero en la noche, sin posibilidad de conseguir ride, a mitad del trayecto que debía que recorrer y no conocía a nadie en el lugar. La desdicha.


Analicé mis opciones y las resumí en tres:
  1. Vender dibujos (el problema es que no tenía nada hecho como para venderlo en el momento y, aunque podía ponerme a dibujar algo para luego venderlo, no sabía cuánto tardaría en conseguir lana y, en general, hacerlo todo y alcanzar el último camión que salía en unas dos horas).
  2. Tocar puertas y pedir alojo sólo esa noche para en la mañana regresar a la carretera y pedir ride (con el problema de que me esperaban en el destino y me pareció importante no faltar a eso).
  3. Pedir dinero (me faltaba poco, unos treinta pesos, y tenía buen tiempo).
Mientras deliberaba qué hacer y escribía a todos mis contactos de whatsapp que no tenía morralla y que me quería morir (gracias, bendito wifi gratuito de las calles) pensaba en que definitivamente mi última opción era pedir dinero, y ahondé en las razones.

I.
No me gusta pedir. Nunca me ha gustado. No disfruto pidiendo, recibiendo, siendo aceptado o rechazado; nada. Desde chico he tenido ese gesto y con la edad se me ha acentuado. Mi razón es un capricho infantil sustentado por un argumento serio y bien formado: me da pena. Pero no es la pena el único motor de mi sentir, es también el hecho de participar o poner en marcha un movimiento en donde involucro las decisiones de otros a través de factores que no tenían planeados y, habiendo cruzado ese umbral que es la relación desconocido a desconocido —un espacio de tranquilidad y tolerancia— mostrar mis carencias o necesidades y ponerme en tela de juicio del otro. La razón es sencilla: porque el otro no tiene por qué hacerlo y darle el empujón se siente antinatural (por supuesto, entiendo que el antinatural soy yo) (mi solución ideal sería que las cosas que me faltan crecieran en la calle como crecen las frutas o la basura y pudiera uno nutrirse de ellas; de nuevo, el antinatural soy yo). Y que se entienda que no defiendo la pena, porque esa existe siempre y uno vive con ella o sin ella por igual: es un dilema que tengo hasta con mi familia.
La cuestión con pedir dinero es aún más sensible, y es que el dinero es un tema especialmente delicado para muchos. No solo es un lazo más fuerte que el amor o la felicidad: es la gasolina de la vida. El dinero es la razón por la que muchos trabajan y, a ojos de tantos, el mérito de estar vivo y ser parte activa de la sociedad. Dicho de otra forma, muchos ven su dinero como el fruto de su esfuerzo y por lo tanto sienten orgullo hacia él. No voy a desviarme más en este tema, pero me incomoda especialmente el tema de l'argent por estas razones (porque para mí no lo es, pues).
Regresando a la línea, no me gusta pedir. Puedo pasar hambre sin problema porque estar en territorio no-propio implica atenerse a las limitantes que el otro pone (pues es su territorio) y lo respeto. Por mi parte, soy abierto en cuanto a mis pertenencias, mis límites y el tránsito que tienen en ellos quienes me rodean: lo mío es de mis amigos, de mis amados, de mi familia. Me parece que los modales sobran en las relaciones interpersonales desarrolladas, quizá incluso son el primer límite a quebrar. Mientras esté en mis manos, quiero hacer de mi vida un hogar para que mis amigos o amados o familia puedan tener sustento en todo cuanto haga o tenga. Quiero ser una casa con techo y agua caliente para mis personas, y que lo sepan.

II.
Desde que comencé mi viaje tomé la decisión de que gastaría lo menos posible. Más por necesidad que por vanidad, mi solución son los rides, o autostops. Y he aprendido lo obvio (lo que no sabía): que lleva tiempo y que lleva mucha decepción. Cuesta salir hasta los márgenes de la ciudad, en donde empieza la carretera, con la mochila a cuestas, mantener el brazo alzado, soportar el sol (porque si no se hace a la luz del día, dificilmente alguien preocupado por su seguridad te daría ride), seguir la mirada de los automovilistas por el promedio de una hora y quizá tener la suerte de que llegarás a tu destino o la pequeña ayuda que es acercarte a donde quieras llegar y, en el trayecto, pasar diez minutos o tres horas hablando con alguien porque, pues, te dio ride, ni modo que le desprecies el gesto y te duermas o te pongas a leer, indiferente, y sobre qué tanto vas a hablar. Pero no queda de otra y entonces se hace. Al principio me daba algo mantener el brazo alzado y mirar a los carros. Pensaba (pienso, aún): en qué posición me pongo, cómo me veo mejor, funciona más si hago cara de sufrido o si sonrío… no me acostumbro aún a pedir levantón pero, bien o mal, lo he conseguido y, lo que es más, me ha servido para conocer gente (incluso me han regalado en distintas ocaciones yoghurt, agua y cerveza).

III.
La promesa de un posible proyecto me emocionó hace un par de meses e, indeciso sobre la manera de continuar, pedí consejo a Majo. Le plantee mi problema con pedir y me mostró, después de hacerme ver que el intercambio de dinero en el mundo moderno es, justamente, la manera en la que las cosas suceden, esto. Me conmovió realmente y reafirmó mi amor a Amanda Palmer. Véanlo y sensibilícense. El proyecto, por su parte, empieza a mover engranajes y ojalá dentro de algún tiempo pueda comenzar a anunciarlo con más forma.

IV.
No suelo dar dinero a quienes lo piden en la calle. No doy dinero a vagabundos, dificilmente a cerillos, soy tacaño con la propina, no dejo más que una sonrisa incómoda a los organilleros en el centro histórico y en las carreteras y en las esquinas, y los que se visten como indígenas, lejos de dudar si lo son o no, tampoco "merecen" "mi caridad". Que se note el entrecomillado. No me gusta dar dinero a quienes lo piden así (y lo he entendido con el tiempo, con rechazos constantes por mi parte) por la misma razón que no me gusta pedirlo: el dinero como moneda de cambio de relaciones fugaces (esas ni son relaciones, pero es parte del entramado de una sociedad, supongo) me parece ajeno. Me da asco.
Lo explico más con otro caso: ya hablé de la situación entre la fotografía y el extranjerismo. Mi lugar me conflictúa principalmente porque no existo regularmente en la vida de las personas a las que, pasando por la calle, el mercado, el autobús, veo y fotografío. No solamente soy una mancha borrosa: soy aforme hasta que la cámara me revela como alguien que los observa. Hay quizá una relación con el cargo de conciencia propio que le trae a quien le toma una fotografía un desconocido en la calle, pero conviene regresar al tema del que se habla. La manera de resolver este quiebre, saltar el barranco, es acercarse a la persona: introducirse, tratarla, hablar. Hablando se entiende la gente, dice el dicho, y no se refiere únicamente a la resolución de conflictos; significa también que a través del habla, del lenguaje, nos comprendemos (o nos intentamos comprender) y nos acercamos. El mundo nos entra por los ojos pero se nos explica por la boca.
Así, me he encontrado a personas que se sienten insultadas de que quiera tomarles una foto (aún cuando lo he pedido amablemente), a quienes ni les viene ni les va, y a quienes me han dicho que cómo así, sin siquiera acercarse a platicar un rato. Este último caso es mi favorito y me intento educar a partir de él: la señora en el puesto de carne en Orange Walk, Belice, y su hijo a un lado. Habló más la señora que yo (una media hora, quizá; cosa de nada) y al rato me fui; ella me despidió diciendo que si tenía ganas de volver para platicar, allá estaría. Había yo tomado una foto cualquiera de su puestesito de carne. Volví a los dos o tres días y hablamos otra hora. Esta vez no tomé fotos porque las palabras valían más que la imágen, sin embargo la enseñanza estaba ahí (y lo he vivido por igual en pedir ride, en obtenerlo y en interactuar con quien te da el lugar en su coche, a quien le haces compañía, a quien escuchas y respondes como pudiera ser tratar una mina por descubrir que se pica y se labra, cosa de cada día [y aquí se va develando el misterio]).
Sin embargo pedir, sin contacto alguno, es a veces necesario (aquí va un suspirito vencido). Me he visto en esa situación y es a veces necesario. Qué mal que la grandísima cantidad de gente haya exponenciado esta actividad que, me parece, debería de ser recurso de urgencia y no actividad cotidiana. Qué mal su trivialización.

V.
La perversión de la publicidad moderna, con pro-tips de cómo vender: la gente no quiere que llegues, les vendas y te vayas. La gente busca compañía. No debes de ser un vendedor, sé su amigo. Interésate por ellos. Y luego les vendes.
Sigh. Va doble suspiro: uno porque sucede, y otro porque apunta al comercio, y porque me parece turbia la línea que separa el comercio de las relaciones y el comercio de dinero.

VI.
El final de la historia: lo que terminé haciendo fue, en efecto, pedir dinero. Hacerlo una vez en la vida me parece necesario y consideré las causas justas. Explica tu historia, me dijo Emilia. Tardé unos veinte minutos en decidirme y al final comencé (como con pedir ride: cómo me pongo, qué cara es mejor, cómo debo de reaccionar, qué funciona y qué no y qué quiero que funcione, en dónde la honestidad y en dónde no). Al cabo de quince minutos tenía juntado el dinero, hasta con cinco pesos extras, y fui campante a pagar mi boleto de camión, que salía en un par de minutos, con cinco pesos en la bolsa y pensando en que tendría que seguir viviendo por tantos días más sin un peso encima. Oh well.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario