20 de marzo de 2014

Fotógrafo del alma

En mi viaje a Canadá que duró cuatro meses no llevé cámara. No me pareció importante y, más aún, quise evadir el lugar común del extranjero-toma-fotos. Durante cuatro meses recorrí Toronto de pies a cabeza sin la constante necesidad de sacar la cámara y capturar momentos o arquitecturas o paisajes o la gente y sus expresiones. El resultado de eso fue una residencia sin constancias que recuerdo y cuento con el gusto que dan las historias viejas, las que contaría, por ejemplo, un abuelo a su nieto sin más evidencia que su palabra. Una especie de venganza o guerra hacia la modernidad fácil.

Este viaje ha sido distinto. No solo la forma de viaje y su fondo, sino también en que ahora sí traje cámara. Desde ya siento, por ejemplo, la necesidad de traerla colgada al cuello y ser esclavo del asombro (como me describiera un tío) que busca capturar todo cuanto encuentra. Me choca. Me veo a mí mismo como el turista que no quisiera ser. No solo me delata como extraño sino que me llena la memoria de la computadora, me da preocupaciones (como el reloj de Cortazar) y me pesa. Estoy cargando con un peso importante (un kilo extra, quizá) a cambio de conservar algo más que solo recuerdos y me pregunto constantemente si es lo que quiero.

Si bien me gusta tomar fotografías y ver que, de vez en cuando, alguna sale muy buena o hasta podría abrir un Flickr para montar esta otra (abrir cuenta en una red social más, no, por favor) me pesa el tiempo que hay que dedicarles, no tenerle la suficiente pasión al carácter de fotógrafo ni el genial ojo que requeriría y también el peso impráctico de cargar la cámara. La conservo porque cómo no la voy a traer y porque espero hacer algún dinero de las fotos que tomo, dinero que aún no estoy haciendo ni estoy seguro de cómo. Por eso y porque hay veces que ameritan la foto. Así es, existen lugares y momentos y palabras que ameritan ser grabadas, quizá no solo por tu cerebro sino también a ojos de los demás, como una fotografía. Pero he visto a tantos turistas por aquí y por allá, tan facilmente reconocibles porque la cámara al cuello los delata (y ellos espejos de mí) y porque cuántas fotografías no existirán ya de tal o cual lugar. Una cámara semiprofesional es tan accesible que ser uno del montón es cosa de diario.
Como sea, parece más difícil a veces estar atento cuando te refugias detrás de la máscara de lente. Una señora en un puesto de carne me contó anécdotas de su padre y la vida en un rancho y, aunque quise grabarla, hacer algo de alguna manera para que sus palabras no fueran las mías traduciendo lo que dijo, no pude. Queda el espacio en blanco para rellenar con las cosas dichas y las calladas, y todo lo que nadie podrá ver. Lo que nos pertenece porque anida adentro nuestro y no en la memoria de la compu. Pienso entonces, qué bueno a veces que a las palabras no se les pueda tomar fotografías.

1 comentario:

  1. El recuerdo es luz leyendo luz.
    Las fotos son luz leída por el silencio.
    Las palabras son espíritu en luz
    que viaja por el silencio
    habla, escribe y fotografía
    y que las anécdotas
    se cuenten así, solas
    narrando lo que de inenarrable
    hay en cada alma.

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