19 de abril de 2014

Descanso en Mérida

Llegué a Mérida un domingo, después de pasar la mañana en un muestrario de comida maya y salir un poco apresurado para alcanzar aún de día llegar a la capital de Yucatán. Después de largas esperas conseguí un ride que me llevó de Carrillo Puerto hasta Peto, más o menos la mitad del camino. El ride: un hombre amable aunque malhumorado por un dolor de muelas. Ya era tarde para cuando conseguí el milagro del segundo ride (imaginaba que me quedaría a dormir en la carretera o pediría posada, pues, quiénsabe dónde): un señor que estaba a minutos de ser abuelo pero que había que tenido que salir desde Chetumal hasta Mérida para devolver un carro por cuestiones de trabajo; estaba muy contento porque sería abuelo y, para mi suerte, me vio muy agobiado y con mucha maleta así que se apiadó de mí, con todo y que no suele dar rides (me han tocado ya muchos que agarro contentos pero no están acostumbrados a levantar gente; será que así es la cosa, de suerte). Total, tras uno de los atardeceres más curiosos que nunca había visto cruzamos un puente elevado y, tras, ahí está Mérida. Grande ciudad, grande. Me abrumó.
Fer me recibió en el pequeño cuarto que renta, me ha llevado a conocer a sus amigos, algunas cantinas y un poco de Mérida. Similar al DF en lo inabarcable, en lo centralizada y expandible, en lo cochina y pintoresca. Me abruma. Esta ciudad es demasiado grande para mí, mucho que ofrecer disfrazado de nada, o al revés. Con el perdón de los dioses, le perdí ya el interés. Hemos pasado el tiempo viendo películas, descansando, yendo a la tienda por víveres, platicando sobre todo. Me recuerda al estilo de vida que siempre he tenido y ahora que vuelvo a pensar en moverme, me siento oxidado. Apenas unas semanas de descanso para no perder la costumbre, pues.
Acá estamos, mientras escribo esto ella teclea algunas cosas más y los murciélagos vuelan afuera, se escuchan sus troniditos, el ventilador dando vueltas mientras las aspas giran. Quiero ya colgar la hamaca y dormir dormir dormir.

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